EL BESO QUE NUNCA SE DIO
Sucedió una tarde de otoño cuando el sol se despedía y la luna llamaba a la puerta de la noche. Estaban solos, sentados en aquel tresillo con mucha historia sobre sus almohadas; hablaban y se miraban, se escuchaban y reían, utilizaban las manos para recomponer con mayor expresividad el mensaje.
Los miembros no humanos de aquella habitación estaban perplejos porque nunca habían respirado al ritmo de los corazones de aquellos dos humanos que se enfrentaban cara a cara, ojos a ojos, labios a labios.
Hubiera sido un beso de resurrección. Cuando sus labios se acercaron en un trayecto corto, pero esperanzado, no encontraron toda la respuesta viva de sus coetáneos. La rapidez e inmediatez habían hecho acto de presencia desmedida.
Sucedió una tarde de otoño cuando el sol se despedía y la luna llamaba a la puerta de la noche. Estaban solos, sentados en aquel tresillo con mucha historia sobre sus almohadas; hablaban y se miraban, se escuchaban y reían, utilizaban las manos para recomponer con mayor expresividad el mensaje.
Acompañados por bebidas refrescantes y de una música que les unía al son de sus notas, iba desgranando el reloj de cuco sus pasos. El pajarraco, dueño de la situación, salía de su escondite sin tocarle, sin previo aviso, con demasiada curiosidad. Esperaba aquello que el ambiente solicitaba a gritos: más cercanía, más acción, alguna recompensa materializada físicamente, en definitiva, menos palabrería.
Los miembros no humanos de aquella habitación estaban perplejos porque nunca habían respirado al ritmo de los corazones de aquellos dos humanos que se enfrentaban cara a cara, ojos a ojos, labios a labios.
Hasta la canción se paró cuando se oyó con eco reverberante: “tengo algo para ti”.
El cuco habíase retirado y poco le faltó para caerse de las ramas del reloj cuando llegó a sus oídos aquella frase. Salió de estampida y cantó a menos cinco. Entonaba algo que nada tenía que ver con los sonidos habituales, parecía un ¡aleluya, aleluya!, fuera de hora.
Las flores del jarrón de la mesa, dormidas ya, despertaron como hacia una nueva mañana y quedaron tiesas, rebosantes de frescura. Por momentos la luz del sol en retirada volvió a alumbrar. Incluso los golpes que de lejos daba la luna a la puerta para adentrarse en la noche habían desaparecido.
¡FOCOS, LUCES, ACCIÓN!, eran las premisas dadas por un director cinematográfico cuando rodaban una escena más de tantas. Y ¡CORTEN, CORTEN!, cuando la consecución no se parecía en nada al pensamiento propio de la película mental del cineasta.
Pero aquello que acontecía en la habitación no era una película, aunque podría haberlo sido, sobre todo para el que desgranó la frase: “tengo algo para ti”.
Labios vivos, deseosos, se refugiaron por momentos en unos labios moribundos, tristes, sin circulación. La frialdad contenida dejó en la cuneta y herido de gravedad al protagonista, que con rapidez se convirtió en director. Él mismo se recordó aquello de ¡CORTEN, CORTEN!.
El silencio dio paso a la noche cerrada y la frescura del ambiente dejó afónico al cuco, mustias a las flores y descompuesto el tresillo que también dejó en blanco una página de su historia.
Aquel beso que nunca se dio hubiera sido un beso de resurrección en una película que nunca se llegó a rodar.
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