La estación era testigo de todos sus encuentros. El ruido de fondo entonaba efectos especiales que hacían del lugar el habitáculo más idóneo.
De mañana les despertaba el cercanías con su pesadez de movimientos . Su lentitud de entrada se asemejaba al viejo que cada día responde con mayores dificultades al transporte de sus remos cansados. Era el reloj ideal que marcaba la hora de puesta en contacto con la realidad.
Si algún día retrasaba el animal mitológico su fatigante entrada, aquellos dos cuerpos se buscaban inconscientemente como si lloraran de antemano la agonía o quizás muerte de aquellas toneladas de hierro cargadas de vida.
Con saludos, besos y caricias daban la bienvenida a todos los posibles acontecimientos que les esperaban.
Uno de los dos era avanzadilla y se encargaba de realizar el parte meteorológico a través de los cristales empañados. El de retaguardia ponía cierto interés en las noticias frescas que escupía la radio desde los estudios centrales.
Las risas llegaban cuando la temperatura y las predicciones de la chica del tiempo radiofónico no coincidían demasiado con la declaración del enviado especial, que presenciaba “in situ” el devenir fresco, templado, caluroso, gris o lluvioso de la mañana.
El aseo y el cuidado personal estaban cronometrados sin premeditación. La apertura de la ventana de la alcoba para su ventilación daba paso no sólo al aire, algo cargado de la atmósfera, sino también a la llegada del expreso procedente del norte.
A diferencia del pesado y triste cercanías, todavía dormido en su andén, el expreso marcaba alegría en su acceso a la vieja estación. Con ímpetu, despierto, lleno de vigor acosaba la vía pitando y reptando, reclamando prisa a sus futuros habitantes.
Era el momento de pasar a la cocina y permaner sentados muy cerca uno del otro, siempre con alguna mano en contacto como gesto de aprecio. Hasta allí no llegaba la musicalidad del exterior porque daba a un patio de luces. Sí había referencias del resto de vecinos pues las cafeteras del bloque echaban humo a esas horas, cargando el ambiente de una fragancia propia de países tropicales.
El reloj de aquella cocina con su tictac era el espectador mejor ubicado para presenciar el acontecimiento matinal, que jornada a jornada, allí tenía lugar, al escuchar las conversaciones que establecían las dos personas y sorprenderse por los arrebatos cariñosos.
Sólo había tenido un ataque de pilas, el medidor del tiempo de carcasa rosa, fondo blanco y numerado de romanos. Fue en una ocasión de cierto día infernal. Se percató de la presencia de un único integrante de la pareja feliz. Esperó nervioso durante un rato, parando como pudo su maquinaria interior. Comprobaba desde su posición privilegiada como el solitario personaje del dúo actuaba con nerviosismo. Vertía el café de golpe en la taza, derramando parte por el platillo de apoyo. Dejaba abandonadas las tostadas hasta que éstas pedían auxilio al ser presas de la rabia de las resistencias coloradas. La leche acompañante del líquido negro escapaba con fuerza contenida del hervor en una nebulosa asfixiante. El caos se apoderaba por minutos, aunque eran éstos contenidos y frenados al máximo por el desesperado y privilegiado espectador dueño del tiempo en tictac.
Circunspecto y triste comprobaba desde lo alto todos los detalles, sintiéndose impotente al no poder ayudar en mayor medida a la desconsolada persona, con cara demacrada, pelo alborotado, ojeras profundas, de delgadez extrema y como consumida por la noche.
Después de un rato todo quedó abandonado, desorganizado, sucio, como el resto del material de una gran batalla bélica y de vidas humanas. Se escuchó un portazo cargado de ira y rabia contenida. La casa quedó vacía de seres pero impregnada de su ausencia por todo lo acaecido y por la huella reciente y fresca que habían dejado a su paso los ciclones, confundiéndose en el ambiente, cariño, cinismo, odio y esperanza.
Ya en la calle, sin arreglar, con su figura cargada de desidia, solicitó los servicios de un taxi, de una manera inconsciente, pues tenía demasiada prisa como para caminar los doscientos metros que le separaban de la casa de los trenes. El taxista no hizo preguntas, ya había contemplado con sorpresa desde el interior de su vehículo a la mujer cuando brazo en alto le requirió su presencia. Entonces le pareció un esqueleto repleto de fisuras y de carnes desgarradas, ajadas.
Los semáforos impidieron los tres minutos de trayecto habitual. Mientras tanto la radio del coche seguía escupiendo las noticias de las horas en punto. El locutor comentaba el accidente sufrido por el tren expreso procedente del norte. Había descarrilado a 40 kilómetros de la estación produciéndose un elevado número de víctimas, salvándose el conductor y quedando destrozada absolutamente toda su maquinaria.
Las lágrimas de la pasajera caían desde sus ojitos que parecían chinchetas, recorriendo toda la finura de su rostro con tal intensidad que se abandonaban al vacío como paracaidistas al espacio. La noticia, aunque esperada, la había dejado atónita, sin respiración, perdida y sin rumbo.
Bajó del coche, se olvidó de pagar, el taxista tampoco le reclamó el importe, se había solidarizado con la pena ajena. Entró en la estación apresuradamente y presenció una especie de calma tensa. Miró insistentemente pero no vio a nadie y menos a quién quería ver y abrazar. Descendió a los andenes y empezó a correr a toda velocidad en dirección norte chocando contra el viento, llorando, gritando, recordando los trenes que habían sido parte de su vida, los maquinistas, pasajeros y ruidos protagonistas de escena. Paró su huida con sobrealimento y dolor de corazón, echó mano a su bolsillo para rescatar un pañuelo amigo, poderse sonar y secar el rostro, entonces se encontró una nota que decía:
“Cuando el telón se abre el artista tiene que estar preparado, el escenario tiene que estar listo hasta en su más mínimo detalle. El calor del aplauso no se conquista con el simple izado y la improvisación sino que la obra que se representa debe tener trama y belleza. ¡Adiós, hemos descarrilado!”.
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