“Porque de lo último que se da cuenta un pez es del agua que le rodea”.
Apoyado en la barra de aquella cantina de una calle sin nombre estaba el hombre. Aparentaba cuarenta y tantos años, vestía un traje oscuro bastante arrugado, pero le quedaba bien. Los zapatos los llevaba sucios, aunque iban a tono con la vestimenta. El sombrero quedaba encima del mostrador, al lado de su bebida, whisky, que debía ser su cuarto o quinto, como un compañero inseparable que espera el devenir de los acontecimientos sin rechistar y siempre fiel. La barba crecida de varios días, ojeroso y encorvado, en el apoyo de toda su existencia sobre la tabla, hacían pensar que había caminado día y noche por todo tipo de sendas y sin un rumbo demasiado preciso, abandonándose al trayecto con resignación.
El halo de humo que le rodeaba provenía de él mismo, pues fumaba sin parar pitillo tras pitillo, inspirando el contenido como si cada calada fuera su última. A ese hombre de aquella barra de esa cantina de la calle sin nombre le ocurría algo que yo no sabía.
Mi asiento correspondía a la mesa número doce, según la nota que el camarero me había dejado después de traerme las consumiciones. Una mesa arrinconada en el cuadrado sacudido por un ventilador que removía un aire cargado y pesado. El camarero arrastraba sus pies por el suelo con parsimonia, sin prisa, cansado del mismo trayecto día tras días.
Desde esa posición privilegiada divisaba yo al hombre, veía su reflejo en el gran espejo que ocupaba la pared frontal, detrás de la barra.
Aunque a veces me parecía que aquel hombre también me espiaba, porque permanecía mirando fijamente al espejo, no era así. Ese hombre tenía que mirarse porque era lo único que le quedaba; verse, contemplarse, adularse, admirarse o quizás despreciarse por sus actos, dándole igual lo que acontecía enrededor suyo.
No dejaba de mirarse; sus ojos como desorbitados no encontraban, daba la sensación, aquello que perseguían insistentemente, hallando sólo sombras y tinieblas. Penetraban incluso el espejo en busca de imágenes perdidas, desgajadas, irreconstruibles, rotas.
Yo estaba bebiendo un café y la chica que me acompañaba, mi chica, otro. Ella ojeaba el periódico mientras yo persistía en mi tarea investigadora, aspecto que me interesaba sobremanera, más incluso que mi realidad: aquel hombre de aquella barra en aquella cantina de una calle sin nombre, en la mesa número doce y su situación.
De repente entró en el bar una mujer, con fuerza, vigor, traje suelto, blanco, perfumada y algo cegata pues cerraba sus ojos como si de unos prismáticos se tratasen en busca de un objetivo, su objetivo. Giró la cabeza de lado a lado quedándose con todos los detalles del local. Cuando pasó su rayo por delante de nosotros, de mi chica y de mí, quedamos plasmados en una fotografía velada porque no éramos nosotros el reclamo. Sí retuvo su teleobjetivo en el hombre, me pareció, pues plasmó su retrato de arriba abajo como si el requerimiento principal de su estancia en el punto de la calle sin nombre fuera aquel hombre. Tomó asiento en una mesa central y solicitó brazo en alto los servicios del agotado barman.
Cuando habían pasado unos minutos, horas por mi reloj biológico, me pareció el lugar más aburrido del mundo, sin estímulos. Todo lo que allí había ya lo conocía de sobra, parecía la prolongación de todas mis observaciones pasadas... soledad en las gentes, cansancio en los que trabajan, aires cargados y estética aparente, sin contenido, cegatos, abstraídos e idos.
Sintiéndome ciertamente un tanto ruin me pregunté qué me importaba a mí, precisamente a mí, aquel hombre, esa mujer, el susodicho camarero y la totalidad de pormenores de aquella cantina en esa calle sin nombre. Volví la mirada a mi chica, comprobé que seguía con cara de hastío haciendo el crucigrama del periódico, que le había dado tiempo a estudiar de cabo a rabo. Ella, ella si me importaba, caí en la cuenta de que era lo único satisfactorio y lleno de vida de la reunión.
Sorprendí a mi chica besándola larga y profusamente como si intentara beber de su existencia y absorber toda la esencia de su interior.
Cuando acabé de besarla sentí que todas las miradas del local se dirigían a nosotros y me percaté mirando a los ojos de cada uno de los presentes de que así era. Me levanté de mi asiento, de la mesa número doce y les dije en voz alta:
-Señorita, es más fácil que la verdad surja del error que de la confusión.
-Caballero, el hombre debe situarse a mitad de camino entre los ángeles y las bestias.
-Camarero, póngase gafas que así oirá mejor.
Aboné las consumiciones y dejé propina como contraprestación a un descubrimiento que me sacó de un mundo equivocado y me fui de la mano de mi chica, riéndonos y haciendo comentarios de nuevo talante.

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