Dos años llevaban sin mirarse fijamente a los ojos. Una vez más estaban sentados uno enfrente de la otra tomando el desayuno habitual. Él se levantaba primero, se afeitaba y pasaba unos diez minutos en el aseo. Iba a la cocina y ponía la cafetera para dos. Ella acudía quince minutos después, sacaba las galletas integrales o los bizcochos y de cuando en cuando se lanzaba a preparar unas tostadas con mermelada y mantequilla, en toda su regla.
Nada era igual que dos años atrás. Entonces sí se miraban fijamente, llegando incluso a entenderse sin hablar, a actuar sin consentimientos mutuos. Los reproches nunca existieron en la relación. Y aunque había habido peleas y encontronazos fuertes, la razón y la comunicación permanecían prioritarias a los sentimientos e intereses.
¡CELEBRADAS LAS BODAS DE PLATA, SIN HIJOS Y JUBILADOS! ¡VAYA VIDA!. -se lamentaba Carmen-. ¿QUÉ NOS QUEDA MANUEL? -preguntaba en voz alta sin mirarle-.
Manuel no contestaba, nunca contestaba. Tomaba a sorbitos el café, despacio, poquito a poco para que el día no se llegara a hacer demasiado largo y aburrido.
Después del ritual matutino, y casi sin molestar, se deslizaba Manuel hacia la calle a entablar diálogo con algún que otro jubilado del barrio. Mientras tanto, Carmen se refugiaba en la televisión, haciendo punto tras punto, del jersey que tejía y destejía todos los inviernos. Hablaba sola, sin darse cuenta. Era olvidadiza y el genio cada vez suponía menos aguante, por tonterías -cosas de críos o algo así-, que reconocía finalizando sus conversaciones aisladas.
Manuel había sido vendedor de seguros y conocía a muchas personas de por allí, pero tampoco encontraba en la calle aquello de lo que carecía en su casa: comprensión. Ya nadie le consultaba casos relativos a pólizas, siniestros y cuestiones de esa índole. Manuel gozosamente hubiera contestado, sientiéndose todavía válido, a cualquiera de esos temas en los que había ocupado su vida laboral.
Ese día, cuando se dirigía a donde siempre, Manuel iba recapacitando la pregunta que no contestaba nunca a su mujer:
¡CELEBRADAS LAS BODAS DE PLATA, SIN HIJOS Y JUBILADOS! ¡VAYA VIDA! ¿QUÉ NOS QUEDA MANUEL?
Confusos y oscuros eran sus pensamientos. Tristeza y resignación conformaban su malestar. Melancolía y desesperación se unían en tregua perniciosa y brutal. Lástima y pena se daba a sí mismo.
Se quedó parado y observó por un momento lo que acontecía a su alrededor. La vida que había metida en cada persona y acto. El movimiento inconsciente de la existencia, el ir y venir. Pero no, nada era igual, sus ojos no eran los mismos, tampoco las personas, ni siquiera la ciudad. Se sentía un extraño entre los extraños.
No podía aguantar por más tiempo todo aquello. No quería sucumbir ni caer en picado día a día. Tenía que huir como fuera y donde fuera. Huir con su mujer, la de los veinticinco años de matrimonio, la que no tenía hijos, la de qué nos queda Manuel.
Regresó a casa, entró en la habitación donde estaba Carmen y se sentó frente a ella. Carmen notó algo raro pero siguió tejiendo. Transcurrió un rato. Manuel apagó la televisión y miró fijamente a los ojos de su mujer que hacía dos años que no se entrecruzaban. Carmen se sintió observada y contenta desde no sabía cuándo. NO LES HIZO FALTA DECIR NADA, SE ENTENDIERON PERFECTAMENTE.
Eurípides : “mi hogar está donde esté mi corazón”.
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